Una ola de terror sacudió Colombia el 21 de agosto, dejando al país en estado de alerta máxima tras dos brutales ataques coordinados que han reavivado los fantasmas de la violencia armada. En un asalto sin precedentes, un helicóptero de la policía fue derribado en Antioquia por un dron cargado de explosivos, resultando en la muerte de 13 agentes y dejando a cuatro más gravemente heridos. Este ataque, atribuido al temido Frente 36 de las disidencias de las FARC, marca un escalofriante regreso a tácticas de guerra que muchos creían superadas.
Poco después, un coche bomba estalló cerca de la base aérea Marco Fidel Suárez en Cali, causando al menos seis muertes y más de 70 heridos. La comunidad local logró capturar a uno de los sospechosos, conocido como alias Sebastián, quien fue identificado como miembro de la organización criminal bajo órdenes de alias Marlon, jefe del Frente Jaime Martínez. Las imágenes de los atacantes celebrando su éxito en redes sociales han añadido una capa de horror a esta situación ya trágica.
El gobernador de Antioquia, Andrés Julián Rendón, criticó al gobierno nacional por ignorar las alertas sobre la creciente presencia de grupos armados en la región, advirtiendo que se habían hecho llamados desde junio sin respuesta. En medio del caos, el presidente Gustavo Petro se trasladó a Cali, anunciando la militarización de la ciudad y la declaración de las disidencias de las FARC y el Clan del Golfo como organizaciones terroristas.
El ministro de Defensa, Pedro Arnulfo Sánchez, subrayó que estos ataques son una reacción desesperada ante la pérdida de control del narcotráfico en varias regiones del país. Con estos actos de violencia, Colombia enfrenta el desafío urgente de evitar que la historia de terror y sufrimiento se repita. La nación está en vilo, y la comunidad internacional observa con preocupación.